Esto del muro y el descomunal portón, generó la imperiosa “necesidad” de automatización. La realidad es que, con sus escasos ciento cincuenta centímetros y unas insuficientes decenas de kilos, la apertura y cierre del mamotreto, era una misión prácticamente imposible para mi compañera y mi hija. Volvimos a desmantelar nuestra ya devastada alcancía y en cuanto la economía lo permitió, compramos el motorcito y contactamos al idóneo. Daniel, así se llama el especialista, se apersonó con tres ayudantes y dos camionetas; no se si por el gusto de trabajar acompañado o por la dificultad del proyecto. Llegaron a primera hora de la mañana, bajaron varios cientos de kilos de equipamiento, pusieron música en un parlantito, pidieron agua para el mate y se pusieron a trabajar. Hacían un gran equipo. Uno comandaba, el otro ejecutaba, el tercero aconsejaba y solucionaba y el cuarto… el cuarto cebaba mate, alcanzaba herramientas e intentaba pasara lo más desapercibido posible mientras hurgaba en su celular.
Lo que yo imaginaba un trabajo de unas pocas horas, se prolongó hasta bien entrada la tarde. Por fin me llamaron para hacerme entrega de los controles remoto e instruirme en el funcionamiento de estos. Luego de bromear con secuencias imposibles de recordar con los tres botones del control, me dieron las directivas. Cualquier botón abre, cualquier botón cierra. Bastaba con apretar una vez para que arrancara para un lado, una vez para que frenara y otra vez más para que arrancara para el otro lado. “Hasta su señora puede hacerlo”, intentó bromear el cuarto integrante, lo que generó la inmediata mirada reprobatoria de sus compañeros.
Cuando por fin partieron, orgullosos de su trabajo y con sus billeteras saneadas, al menos por ese día, me quedé solo, con mis dos controles frente a mi portón. Cómo si hiciera falta algún tipo de entrenamiento, abrí y cerré varias veces el mamotreto, primero desde adentro, después desde afuera, parado a media cuadra y finalmente desde la galería del fondo, como para probar el alcance. Funcionaba a la perfección. Las chicas ya no iban a tener que renegar cada vez que quisieran sacar el auto, o salir por la cochera.
Le mandé un par de videos a Mariela, que justo había tenido que ir a la oficina, mostrándole el resultado de nuestra última inversión, lo que la puso verdaderamente contenta. Convinimos en que la pasaría a buscar a las seis y media, cenaríamos pizza, terminaríamos la serie que habíamos empezado la semana anterior y que ya llevaba cuatro capítulos más de los necesarios y pasaríamos una tranquila noche de viernes.
Cómo habían estado trabajando en la cochera todo el día, el auto permaneció afuera. De alguna manera quise que la primera vez que guardáramos el coche con el portón automatizado, lo hiciéramos los tres juntos. A treinta metros de casa oprimí uno de los botones, y el portón comenzó a abrir. No hizo falta que me detuviera, porque al llegar ya estaba completamente abierto y ni bien ingresamos al domicilio, volví a oprimir el botón para cerrarlo. No encuentro la palabra exacta que describa la sensación que experimenté en ese momento. Quizá el vocablo que más se aproxime, sea “PODER”. Una embriagante sensación de Poder. Una inmensa puerta de seis metros por dos y medio se abre ante mí, para que ingrese o egrese de mi domicilio junto a mi familia, sin necesidad de que nadie se baje del vehículo, ni cinche como un burro. Con solo oprimir un botón; cualquiera de los tres disponibles, mi deseo se convierte en orden e inmediatamente una mole de más de media tonelada interrumpe su letargo para obedecer mi mandato. Con solo un dedo, una ligera presión casi imperceptible, domino a la bestia doblegando su inerte existencia.
Para Foucault, el poder no se posee, se ejerce. Sus efectos no son atribuibles a una apropiación sino a ciertos dispositivos que le permiten funcionar plenamente. Mi Poder, no reside en mi clase social, ni en mis diezmadas arcas, ni en mi superioridad genética, ni en mi casta. El dispositivo que le permite funcionar plenamente es un simple control remoto con tres botoncitos redundantes, tan simple de operar como de perder. Un Poder lábil, efímero, electrodependiente, intrascendente, mínimo pero intoxicante.
Mientras se calienta la pizza en el horno de la cocina, permanezco en el auto, abriendo y cerrando el portón, haciendo uso y abuso de mi diminuto poder. La voz de mi hija me rescata del embrujo. “¡A comer!”. Cierro por última vez la cochera, seguro y consciente de que mañana, con mi control remoto volveré a ejercer ese mismo poder y una vez más, las fauces de mi cochera se abrirán para permitir la salida gloriosa de mi familia.
Como si de un emperador romano se tratara, conocedor de que un solo gesto de su dedo pulgar puede decidir la vida o la muerte de un gladiador, atravesé el patio y la galería orgulloso con el control en mi mano. “Yo preparé la pizza y puse la mesa mientras jugabas en la chochera, me increpó mi compañera, así que te toca lavar los platos”. Con esas pocas palabras dio por terminada una discusión que ni siquiera permitió que comenzara, y con una cerveza en la mano caminó hacia el living en busca del control remoto de la tele.